mayo 23, 2025
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Tres historias entrelazadas de amor, cuidado y vínculo humano que desafían límites y celebran lo esencial

CAROLYN

Autor: Cristian Oyarzo

Carolyn, mi esposa, es ciega. Siendo muy niña, una tarde de domingo quiso pedalear en bicicleta, algo que por razone­­s obvias no podía hacer. Una amiguita, vecina del pasaje, fue su cómplice. Le prestó su bicicleta y la ayudó a subirse. Luego, la tomó del manubrio prometiendo que no la soltaría. Un par de minutos más tarde, Carolyn tuvo su primera caída. Se fracturó un brazo y terminó en el hospital.

Para nuestro matrimonio con Carolyn nos regalamos una bicicleta doble a modo de anillo. Habían pasado más de veinte años de aquella caída, pero ella mantenía vivas las ganas de pedalear. Pedalear en el asiento de atrás de una bicicleta doble fue la manera que encontró para realizar ese sueño.

Cuando andamos en nuestra bicicleta doble por la ciudad, cada vez que llegamos a destino buscamos un cicletero donde estacionarla. Luego, la Carolyn despliega su bastón de ciega y comenzamos a caminar entre la gente tomados del brazo. A la Carolyn le gusta que le describa las caras de la gente cuando la ven  guiándose con un bastón de ciega y llevando casco de bici. Algunas personas ponen los ojos más redondos y abren ligeramente la boca. Otras fruncen el ceño, como si una piedra en el zapato les molestara. Otros ladean el cuello, como los perritos cuando no comprenden algo o sienten curiosidad. Pero hay algo que todas hacen: alternan la mirada desde el bastón al casco y desde el casco al bastón. Se les ha producido un cortocircuito en la cabeza.

Quienes han hecho la pregunta, siempre me la hacen a mí. ¿La Carolyn ve o no ve? Mi respuesta es siempre con ejemplos. En la calle a un metro de distancia puede ver la silueta de una persona, pero no puede reconocer su rostro. Puede saber si la ropa está sucia, solo si la mancha es muy grande. Puede reconocer los colores básicos, aunque el verde y el azul los confunde. No puede leer un libro. La escasa visión que tiene no es tridimensional.

A mí no me importa que ella sea ciega. Lo esencial es invisible a los ojos.

Cristian Oyarzo, es lingüista y escritor. Autor de la novela Purranque (2022), publicada por Emecé Cruz del Sur – Grupo Planeta.

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NACHO

Autor: Cristian Oyarzo

Era fin de semestre en la universidad y yo estaba feliz porque había aprobado todos mis ramos. Pero la felicidad rara vez es perfecta. Me había gastado los ahorros, necesitaba urgente encontrar trabajo. Busqué en la bolsa de empleo universitario y encontré uno: cuidar a un joven autista durante todo el verano.

Nacho tenía veinte años, aunque la edad psicológica de un niño de diez. Nunca miraba a los ojos ni hacía los gestos que todos hacemos para expresar nuestras emociones. Cuando algo lo emocionaba, su cara se contraía como si hubiera recibido un golpe de corriente, un gesto a medio camino entre la sorpresa, la risa y el enojo. Cuando se enojaba mucho, expresaba su malestar rompiendo cosas. Por eso tenía prohibido salir de casa.

Nacho no daba problemas, mientras su mundo de causas y consecuencias funcionara en orden. Su rutina de comidas, de dibujos y juegos tenía que repetirse día a día sin variaciones. Pero como vivía encerrado, pensé que su felicidad no podía ser perfecta, así que una tarde decidí no hacerle caso a la prohibición y lo saqué de casa. Lo llevé a conocer la universidad donde estudiaba. Esa tarde recorrimos el campus entero hasta que en un momento quiso ir al baño. Orinó y abrió el grifo, pero el agua no salió. Un estudiante que iba entrando al baño me dijo:

 

—Parece que se rompió la matriz del campus. No hay agua.

Al escuchar esto, Nacho hizo el gesto de haber recibido un golpe de corriente, señal de que estaba muy enojado y de que no había vuelta atrás. Salimos del baño y caminamos por el pasillo que conduce hacia el acceso del edificio. Cuando vio el ventanal de la caseta de informaciones, Nacho se abalanzó sobre él y lo rompió de un puñetazo. Nadie, ni funcionarios ni estudiantes que transitaban por el lugar, comprendían qué había pasado. Quedaron todos inmóviles, como si el tiempo se hubiera congelado. Solo una cosa se movía lentamente: el hilo de sangre que chorreaba por su antebrazo. Sin embargo, observé su cara y comprobé algo más inusual todavía: por primera vez, Nacho me estaba mirando directo a los ojos. Quería contactarme y transmitirme algo. Entonces, de golpe supe que desde el fondo de su mirada Nacho me estaba sonriendo, con una sutileza indescriptible y breve, como queriéndome decir: “Amigo, gracias, por sacarme. No te preocupes estoy bien. Ya es hora de volver a casa”.

Cristian Oyarzo, es lingüista y escritor. Autor de la novela Purranque (2022), publicada por Emecé Cruz del Sur – Grupo Planeta.

Nacho

CAROLYN Y NACHO

Autor: Cristian Oyarzo

Busqué en la biblioteca de literatura, pero no encontré ningún libro que hablara sobre autismo severo. Quería leer porque me sentía inseguro en mi trabajo y yo quería cuidar bien a Nacho.  Pero con el paso de los días empecé a darme cuenta de que no necesitaba tanto leer libros, que yo ya poseía un conocimiento que podía serme útil. Podrá parecer incorrecto lo que voy a decir, pero es la verdad. Empecé a aplicar en mi trabajo de cuidar a Nacho todo lo que había aprendido sobre perros durante mi infancia en Purranque, en Oromo, en el campo. Años más tarde, en un curso de psicología supe que ese conocimiento tenía un nombre: conductismo. Descubrí que con Nacho la cortesía no funcionaba, solo las órdenes directas y rotundas: ¡NO! ¡VEN! ¡VAMOS! No se trataba de gritarle, sino de hablar con seguridad. De sacar la voz sin la más mínima señal de duda.

Le conté a la mamá de Nacho mi la idea de sacarlo nuevamente de casa y ella me autorizó. Lo llevé de paseo a un lugar cercano a donde vivía, al Templo Votivo de Maipú. A él le gustaba dibujar camiones y edificios. Los dibujaba con un realismo impresionante. Hasta que se quedaba pegado en algún detalle de la estructura, una figura geométrica cualquiera que empezaba a trazar de manera recursiva y el dibujo se iba a las pailas. Pensé que dibujar el Templo Votivo sería un bonito desafío para él.

Entramos al Templo y lo recorrimos hasta encontrar un buen sitio desde el cual dibujar. Andaba muy poca gente ese día. Solo nosotros y una pareja con un bebé de meses en brazos. De repente, ese bebé se puso a llorar. Supongo que fue lo agudo del llanto de la guagua lo que le molestó. Nacho dejó de lado su dibujo y empezó a caminar decididamente hacia la pareja con claras intenciones de golpear al bebé. “¡NACHO NO!”, le ordené. Se produjo el milagro cuando ya estaba a un paso de ellos. Se quedó quieto como un perrito sorprendido en sus intenciones de hacer una maldad.

Años más tarde, leí que la hiperacusia y el déficit de empatía son algunos de los rasgos más comunes del autismo severo. Al llegar a casa ese día, les conté la historia del templo a su madre. Me dijo que tuviera cuidado, que Nacho tenía un largo historial de golpes a niños. Pero mi teoría de comunicarme con él como si fuera un perrito nunca se la conté.

Nacho era un autista severo. Su escasa empatía, que lo llevó a intentar golpear a un bebé, calzaba justo con todo lo que decían los libros que leí años más tarde. Sin embargo, tengo un ejemplo contrario, sacado de la propia historia que viví con Nacho. Un día lo llevé de paseo a la casa de Carolyn. Le conté que iríamos a conocer a una niña que me gustaba mucho. Caminamos durante media hora y cuando llegamos a la casa tocamos el timbre. Carolyn sabía que iríamos y nos estaba esperando. Apenas ella abrió la reja, los presenté:

 

—Nacho, ella es Carolyn. Carolyn, él es Nacho”.

Nacho se detuvo a mirarla por unos segundos. Luego, se acercó, estiró sus dos manos y le acarició los párpados con las yemas de sus dedos. Sin decir una palabra.

Cristian Oyarzo, es lingüista y escritor. Autor de la novela Purranque (2022), publicada por Emecé Cruz del Sur – Grupo Planeta.

Nacho y Carolyn

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