
Constantino camina hacia la escuela entre charcos, buses y recuerdos. En Corte Alto, cada paso es una aventura de infancia bajo la lluvia.
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El camino estaba mojado, salpicado de pozas juguetonas que brillaban bajo la tímida luz de la mañana. Constantino respiró hondo, se acomodó la bufanda con el estilo de un explorador intrépido y salió rumbo a la escuela. Eran las 7:20 AM, y tenía exactamente 40 minutos para recorrer el kilómetro y medio que lo separaba de su destino. Más que un trayecto, era su expedición diaria.
El sendero de ripio que unía Cuatro Vientos con Corte Alto no tenía árboles a los lados, pero sí una historia escondida: a un costado, un viejo trazo apenas visible hablaba de tiempos en que carretas tiradas por bueyes surcaban esos caminos con paso lento y solemne. Cuando llovía fuerte, el sendero se transformaba en un pantano resbaloso donde las botas luchaban como soldados de barro.
Cuatro Vientos era más que un cruce: era un escenario de encuentros breves. Los buses que venían de Osorno o de Puerto Montt se detenían como si saludaran, bajaban un par de pasajeros y seguían su marcha. Desde allí, la Escuela E-496 quedaba a poco más de dos kilómetros… o a muchos chapoteos de distancia.
Constantino caminaba sin apuro. No por flojera, sino porque cada charco era una tentación irresistible. Con sus botas de goma, chapoteaba como quien despierta dragones dormidos bajo el agua turbia.
—¡Splash! —gritaba la poza.
—¡Aquí voy! —respondía Constantino, como caballero de botas y bufanda.
Era el rey del reino de las pozas, y su corona era la risa que brotaba con cada salto.
Al llegar al pueblo, se unió a un grupo de escolares que también marchaban hacia la escuela. Conversaban sobre el temporal de la noche anterior: techos volando como cometas, árboles vencidos y calles transformadas en canales salvajes. Constantino, sin embargo, parecía más interesado en las olas que sus botas provocaban al caminar.
Antes de llegar a clases, el grupo debía cruzar la línea férrea que cortaba Corte Alto como una cicatriz de hierro. En 1979, el tren todavía rugía con orgullo, uniendo Santiago y Puerto Montt. Verlo pasar era un espectáculo: los vagones arrastraban mercancías, pasajeros y, según los más chicos, también sueños, cuentos y algún que otro fantasma ferroviario.
Constantino cursaba quinto básico y pronto cumpliría diez años. Compartía la sala con otros cuarenta niños y niñas, hijos del pueblo o de los campos que lo rodeaban. Algunos llegaban en camiones lecheros, viejos Mercedes Benz con más recuerdos que pintura. En la parte trasera, entre tarros rebosantes de leche fresca, viajaban también ellos: envueltos en mantas, medio dormidos, acunados por los baches del camino y las risas que apenas despertaban.
El viaje podía ser largo, mojado o helado, pero jamás aburrido. Cada saludo, cada historia, cada chapoteo era una miniaventura. Y al final del camino, siempre los esperaba la campana de la escuela, con ese eco solemne que solo las escuelas antiguas saben dar.
Todos se formaban bajo el pabellón techado. La directora, con su voz firme y dulce, les recordaba que estudiar era importante y portarse bien… también. Luego, cada curso entraba a su sala, y así comenzaba otro día en la Escuela E-496, justo en el corazón de Corte Alto, donde los charcos eran trampolines de infancia y los lunes, solo el comienzo de la próxima aventura.