El árbol en el living: una tradición que no se apaga
Mientras armo mi arbolito de Navidad en el living, me descubro repitiendo el mismo rito de todos los años: ordenar las luces, desenredar guirnaldas como si estuviera resolviendo un misterio y abrir la caja de adornos con esa mezcla de paciencia y cariño que solo se tiene para lo importante. Pero lo más fuerte no está en el árbol. Está en lo que se me viene encima mientras lo levanto: los recuerdos.
Pienso, en mis hijos cuando eran niños, en aquellos años en que armar el árbol con ellos era parte mágica de estas fechas. Eran pequeños, impacientes, con esas caritas llenas de ilusión que solo aparecen cuando uno cree, sin dudas, que todo lo bueno es posible. Cada esfera era un tesoro; cada luz, una promesa. Hoy esos niños ya, transformados en hombres libres e independientes. Yo, sin darme cuenta, sigo armando el árbol… como una manera de traerlos de vuelta a mi living por un rato, aunque sea solo en la memoria.
También se me cruza mi infancia. Mis hermanitos menores, mis padres, la alegría simple y compartida en familia al realizar esta tarea. Recuerdo que en esos años la tradición incluía algo que hoy parece casi un lujo: un árbol de verdad, de los que perfuman la casa y dejan el aire con olor a bosque. En ese tiempo no había tanta “puesta en escena”. Había, más bien, una sensación íntima: esperanza, fe y amor. Una especie de tregua emocional, como si por unos días el mundo pudiera ser más amable.
Y entre luces y ramas, me asalta una pregunta tan simple como profunda: ¿por qué un árbol?
Busco información, leo, comparo relatos, y termino entendiendo algo que no siempre se dice en voz alta: el árbol de Navidad no “aparece” de golpe en la historia. No es invento de un solo lugar ni de una sola época. Es el resultado de una mezcla larga, como tantas tradiciones humanas: un poco de simbolismos de invierno, un poco de prácticas comunitarias europeas, hoy más bien una difusión mediática muy eficaz. El marketing existía antes de Instagram; solo que antes se le llamaba “costumbre” y se transmitía por vecinos, por familias y por el boca a boca.
Mucho antes de que existiera la Navidad como tradición doméstica moderna, en varias culturas el verde persistente —ramas, guirnaldas, plantas que no “mueren” en invierno— funcionaba como símbolo de vida que resiste. La idea es antigua y simple: cuando afuera todo se vuelve oscuro, frío, y parece detenido, adentro se enciende una señal de esperanza.
En la Edad Media, Europa Central instaló un símbolo que terminaría pareciéndose mucho a nuestro árbol: el llamado “árbol del Paraíso”, usado en representaciones religiosas sobre Adán y Eva y decorado con manzanas. Con el tiempo, ese árbol fue entrando a las casas. Y ya en el siglo XVI aparecen registros de árboles decorados en zonas de tradición germánica, especialmente en el eje del Alto Rin, esa región histórica que conecta lo que hoy es Alemania y Alsacia (noreste de Francia).
Como toda tradición viva, el árbol fue cambiando con los siglos. En el siglo XIX la idea se vuelve “moda mundial” cuando la familia real británica —Victoria y Alberto— aparece en imágenes celebrando junto a un árbol decorado. En términos actuales: se volvió viral. Y cuando llegó la luz eléctrica, hacia fines de ese mismo siglo, el árbol pasó de “bonito” a “espectáculo”. Desde entonces, la Navidad también aprendió a brillar hacia afuera, con una estética que a veces, parece competir consigo misma.
Y ese fenómeno se ve claramente en el mundo actual: árboles que se convierten en postales globales, como el del Rockefeller Center en Nueva York o el icónico árbol flotante de Río de Janeiro. Grandes, luminosos, casi teatrales. Hermosos, sin duda. Pero también reveladores: a ratos pareciera que la emoción dependiera del tamaño del árbol o del número de luces, como si lo navideño tuviera que “demostrar” algo.
Sin embargo, aquí en Chile ocurre algo bien real y profundamente nuestro: en la mayoría de las ciudades y comunas se levanta un árbol en un espacio público central —plaza de armas, costanera, frontis municipal, bandejón principal— y se organiza un “encendido” como hito que inaugura la temporada. No es una regla escrita en piedra, pero sí un ritual urbano contemporáneo que se repite de Arica a Magallanes, con distinto tamaño, presupuesto y despliegue.
Ese árbol público se transforma en punto de encuentro: fotos familiares, paseo vespertino, ferias navideñas, presentaciones artísticas, coros escolares, emprendedores locales.
Ahora bien, también hay que decirlo con honestidad: no siempre se instala en todas partes todos los años. A veces se suspende o se reduce por razones de seguridad, presupuesto, prioridades comunales o contingencias. Y ahí vuelve la pregunta de fondo, la que realmente importa: ¿qué celebramos exactamente cuando encendemos el árbol?
Yo creo que celebramos algo sencillo y vital: la posibilidad de estar juntos, aunque sea por un rato. Celebramos que, a pesar de todo, seguimos intentando sostener lo bueno y reunirnos, no sólo como familia, sino como comunidad. Celebramos que la esperanza no es una idea abstracta, a veces es tan concreta como una estrella en la punta del árbol.
Por eso, mientras termino de acomodar las luces y miro el árbol ya armado, entiendo algo que me reconcilia con el paso del tiempo: no importa si es grande o pequeño, natural o artificial, de plaza o de living. El árbol, al final, no es solo decoración. Es memoria. Es familia. Es una forma silenciosa —pero luminosa— de decirnos que todavía vale la pena creer en algo bueno.
