Hoy quiero contar que estas últimas semanas he estado inmerso en jornadas de intensa reflexión pedagógica, de forma personal y en conjunto a colegas profesores, situación que no había experimentado desde cuando (entre 2018 y 2019), dicté dos cursos en la Universidad Abierta de Recoleta, uno de pedagogía crítica y otro de música y números, cursos que me mantuvieron en intensa reflexión docente, como me sucede ahora, por un motivo diferente, eso sí.
La cosa es que he empezado esta reflexión, hoy en la mañana, mientras comenzaba a planificar mis clases para un curso de enseñanza básica, luego de pensar un momento mientras realizaba este trabajo, he intentado responder a una pregunta que me es recurrente y familiar en mi labor docente, a saber: ¿Por qué una correcta y eficiente enseñanza musical debe estar necesariamente supeditada al poder adquisitivo de una familia, es decir a la cantidad de dinero que ésta destina a los fines escolares de sus hijos, por ejemplo? Esta pregunta la formulé luego de recordar mi experiencia trabajando en un Colegio Montessori de Valparaíso, donde las familias pagaban entre doscientos y trecientos mil pesos por mensualidad, en el colegio, suponiendo que así aseguraban una educación efectiva y de calidad, con escasos contratiempos, para sus hijos. Entonces, ahora como trabajo en el sector público, en dos escuelas básicas, me he dado cuenta de las diferencias culturales y económicas de las familias en general, comparándolas, con una típica familia que matricula a sus hijos en una institución de enseñanza alternativa privada, pagando una importante cantidad de dinero mensual, dinero que es bien seguro, el grueso de la población chilena, no puede destinar a la educación de sus hijos.
Habiendo esclarecido este pensamiento, me he preguntado, si se puede hacer algo al respecto, motivado o motivados (los profesores en su conjunto), por un ímpetu de que la situación escolar chilena, en general, pueda hacer las cosas de manera diferente, en favor de los alumnos, claro. Y para mí tranquilidad, junto a la de cualquier otro interesado en estas cuestiones, mi respuesta fue afirmativa. Porque claro que se puede hacer algo, entendiendo que ese algo es necesario que se haga de manera, individual, al menos al comienzo, aunque siempre regular y cotidianamente en la práctica docente, independiente del contexto social donde se trabaje (digo individual, porque ese solo debería ser el comienzo, para que luego el cambio sea colectivo, con énfasis en la masividad de una fórmula más social y humana de ejercer la enseñanza, en todos los establecimientos educativos del país).
Por lo que hoy en la tarde mientras afinaba la planificación de la que hablé más arriba, di una vuelta en 180 grados y decidí que lo mejor era hacer una planificación personalizada, es decir, no una general para todo el curso como se hace comúnmente (porque además no son muchos niños), sino que una planificación para cada estudiante. Por lo que cambié la organización general de las clases, que había concluido y me dediqué a hacerla individual, es decir, estudiante por estudiante. Y esto surgió, debido a mi recuerdo haciendo clases en un colegio Montessori, donde el docente es sólo un guía en la sala de clases y tiene que estar preparado para trabajar con una gran diversidad de alumnos y situaciones en el aula. Cosa que es similar (esto de la gran diversidad en el aula) en el contexto público en que me desenvuelvo actualmente. Por lo que me pregunté, ¿por qué en la educación pública no se puede trabajar de manera real, teniendo en cuenta la diversidad de intereses y cualidades de cada estudiante? Claro, es un contexto diferente, y una de las diferencias más notorias entre la enseñanza Montessori y la pública chilena, es la cantidad de alumnos por sala, y obviamente en el sector público, el número es notoriamente mayor, cuestión acaso irrisoria, lo que, entre otras cosas, dificulta el ejercicio de una enseñanza más personalizada y diversa.
Por lo que luego de terminar mis planificaciones personalizadas y empezar a confeccionar diverso material didáctico para estos alumnos de los que hablo, por primera vez sentí una especie de llama que me ardía en medio del pecho. Puesto que me sentí como un activista político, quizá de los años 70, en Chile, claro. Un activista que por fin había encontrado un propósito y sentido para su práctica pedagógica, es decir, entregarle educación de calidad real a sus estudiantes, calidad que no tiene por qué estar supeditada a la capacidad económica de los padres de los niños. Por lo que entendí que sí es posible entregar una educación efectiva y valiosa a los estudiantes cuyas familias no pueden pagar grandes sumas de dinero por ella. Por lo que me sentí lleno de valor y orgullo por lo que estaba haciendo, ya que sabía que era en beneficio de los más excluidos, los que comúnmente pierden en la sociedad capitalista en la que vivimos. Además, que de cierta manera desde niño me he sentido así mismo, es decir excluido, así como un paria considerado como la oveja negra de la familia. Entonces, pude familiarizar con empatía con estos niños. Y luego de sentirme algo así como un espartano simbólico (que teniendo en cuenta su pensamiento crítico siempre asociado a las ideas vinculadas al movimiento de la izquierda intelectual), reafirmé mi crítica contra nuestro sistema político, social y económico actual, que sin lugar a dudas entre otras cosas, cosifica al ser humano, convirtiéndolo en un producto intercambiable por dinero, en tanto una inmensa mayoría de personas es sometida a la discriminación, exclusión social, cultural y económica.
De este modo cualquier enseñanza (bien direccionada) puede transformarse en un arma contra estas desigualdades, es decir, la desigualdad política, social, económica o cultural, y de este modo constituirse como una especie de declaración de guerra total contra un sistema que nos asume solo como cosas utilizables y luego desechables.
Por lo que después de esta reflexión y suerte de análisis, me sentí un afortunado profesor que lucha cuerpo a cuerpo en las trincheras educativas, para llevarle la contra a la desigualdad y a la violencia (física o simbólica), con la que se trata a los más desposeídos, del país.
A todo esto y a modo de confesión para finalizar esta columna, al hacer clases en escuelas del país, me siento como devolviéndole la mano al sector público, porque en ámbito de salud, el sistema me salvó la vida en 2023, al decidir los médicos a tratarme e intentar salvarme, después de un accidente casi fatal que sufrí en Valparaíso. Digo decidir, porque en el estado de descompensación total en el que me recibieron los médicos el 23 de marzo de 2023, era un estado tan lamentable, que por lo general se deja a su suerte al paciente, ya que se ha comprobado que en un estado así, el tratamiento puede ser contraproducente y las secuelas peores que la muerte. No obstante esta lógica, el equipo médico que me recibió apostó por darme otra oportunidad, por lo que aquí estoy finalizando mi última columna de opinión para Info-purranque. Visibilizando el trabajo que hacemos los docentes en escuelas y liceos del país.
Por Rubén Silva
