junio 29, 2025
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En la Escuela E-496 de Corte Alto, tres niños emprenden una expedición en busca de pinatras, hongos nativos del sur de Chile. Entre barro y risas, recolectan más que hongos: recolectan infancia, saber rural y memoria. Una aventura con aroma a bosque y pan del monte.

Pedro y Pablo, hermanos inseparables como botones del mismo chaleco, cuchicheaban en el pabellón Este de la Escuela E-496 de Corte Alto. El edificio, hecho de pura madera, crujía como si tuviera memoria, y olía a leña quemada, lana mojada y cuentos no contados. Cada sala tenía su salamandra: estufas viejitas, de metal plomo en sus años mozos, ahora negras y orgullosas, como teteras de guerra. Pequeñas pero valientes, resistían el invierno mientras tuvieran con qué arder.

Claro que eso dependía de la leña… y de la caridad de los apoderados. Si un papá llegaba con un buen saco de leña seca, su hijo pasaba el día calientito. Si no, había que moverse.

—¡Batalla del Calentamiento! —gritaba el profesor con voz de capitán optimista.

Y en segundos, el salón se transformaba en un campo de combate rítmico: los niños giraban sus brazos como aspas de molino, saltaban como basquetbolista disputando un punto y aplaudían al viento como si espantaran el frío a palmazos. Era eso o convertirse en cubitos humanos de hielo.

Pedro y Pablo compartían curso con Constantino, un niño curioso que usaba bufanda ceñida al cuello, botas de goma con personalidad y preguntas difíciles incluso para los profesores.

Ese lunes anunciaron, entre el humo de las salamandras y tiza en el aire, su próximo plan:

—El sábado, salimos temprano a buscar pinatras —dijo Pedro, con tono de explorador.

—¿Pina… qué? —preguntó Constantino, con cejas arqueadas como puentes colgantes.

—Pinatras poh, digüeñes. Unos hongos redonditos que crecen en los árboles, no en el suelo. Son como el pan del bosque.

Y ahí mismo le prendieron la chispa. Esa noche, frente a su madre que batía un puré espeso como invierno, Constantino desplegó su oratoria científica:

—Mamá, me invitaron a una expedición didáctica. Vamos a buscar Cyttaria espinosae, un hongo comestible endémico del sur de Chile, que crece sobre árboles del género Nothofagus, como el hualle y el roble…

—¿El qué del qué…? —balbuceó la madre.

—Son nativos —aclaró él—. Es parte del ecosistema de los bosques templados y también una tradición arraigada entre los habitantes de la zona. Se les dice pinatras, pero también digüeñes o caracuchas. ¡Yo jamás he visto una en vivo!

—¿Y si no encuentras nada?

—Traigo barro con historia, madre. ¡O al menos una anécdota con hongos ausentes!

La promesa de volver con una bolsa llena de pinatras, ideales para ensalada o revueltos con huevo, bastó para que le dieran permiso. Pero con una condición: tenía que estar de vuelta a la hora del almuerzo. Ni un minuto más.

El sábado amaneció con cielo plomo y olor a tierra lista para contar secretos. Constantino se vistió como para cruzar la cordillera: pantalones remendados con dignidad, una chaqueta curtida, botas de goma con alma de tractor viejo, y en los pies, joyas del sur: medias de lana chilota, gruesas como abrazo de abuela.

Su mochila llevaba lo esencial:

    • Una cantimplora de aluminio con abollones de historia,
    • Cuatro sandwiches (uno de huevo molido, uno de queso y dos de dulce de murra),
    • Dos palos con tuercas en la punta: herramientas oficiales de pinatrero rural certificado.

—¡No vaya a pasar hambre el niño! —dijo su madre, envolviendo los panes con más amor que papel para envolver.

Con un “¡nos vemos!” salió por la puerta como quien marcha a la Antártida. Tenía tres horas para adentrarse en el bosque, embarrarse hasta las orejas y ojalá volver con algún hongo pegado al alma.

Los campos alrededor de Corte Alto estaban llenos de secretos húmedos y troncos silenciosos. Pedro y Pablo guiaban la expedición con la autoridad de quienes han cazado pinatras desde que aprendieron a decir “hongo”.

Las encontraban sobre las ramas de los robles y hualles: unas bolitas blancas con huequitos naranjos, como cerebritos de duende. Blanditas, jugosas, pegadas como abrazos. No se parecían a nada que Constantino hubiera visto antes. ¡Ni en los libros!

—¡Aquí hay una! —gritó Pedro.

—¡Y otra! —respondía Pablo, mientras su palo saltaba entre ramas.

Constantino, maravillado, anotaba en su cuaderno imaginario: “Cyttaria: textura chiclosa, aroma terroso, tradición milenaria”.

Recolectaron unas cuantas. No muchas, pero suficientes para justificar la aventura. La bolsa no iba llena, pero sus botas sí: de barro, de historia, de infancia.

A las doce en punto, Constantino cruzó la puerta de su casa con la bufanda desordenada, las mejillas rojas y una sonrisa tan redonda como las pinatras.

—¿Cómo te fue? —preguntó su madre.

—No sé si traje suficientes hongos… pero sí un montón de bosque —dijo él, mostrando su tesoro.

Y ella, con una sonrisa y sin decir nada, puso a calentar la sartén.

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